miércoles, 1 de septiembre de 2021

LEYENDA DEL CAÑO DEL FRAILE.

 



   A escasos metros de la catedral los libreros extendían sus casetas repletas de libros usados y, siempre que podía, me gustaba hojear algún viejo volumen de los allí expuestos. Un día me llamó la atención uno de pastas azules con lomo entelado, preso entre otros muchos, lo saqué y comencé a hojearle. Editado a principios de mil ochocientos, narraba historias, leyendas y sucesos de diversos pueblos de España desde la antigüedad. La fecha de edición y el contenido me decidieron a comprarle. Con el libro bajo el brazo llegué a casa y, antes de comenzar a leerle, miré el indicé llamando mi atención la reseña: Leyenda del caño del fraile. Inmediatamente busqué la página y comencé a leer. ¡Efectivamente! Allí se encontraba una leyenda ocurrida en Casarrubios del Monte.

                

Leyenda del “Caño del Fraile”

   Cuenta la historia popular un hecho real acontecido a principios del siglo XVII en Casarrubios del Monte, pequeña villa de la provincia de Madrid, donde existía un convento de frailes tan antiguo como la declaración de villa por el rey Pedro I de Castilla, en el que habitaban poco menos de una veintena de individuos, después de que  partieran de él algunos para evangelización de las Indias y Filipinas. En el monasterio profesaba un fraile llamado Juan de Palomeque, aquejado de grandes dolores en los pies que no le permitían permanecer de pie el tiempo de la misa. Había probado toda clase de remedios y con ninguno hallaba consuelo, ni siquiera las saludables aguas de Trillo donde había ido. Un día, un anciano del lugar, viéndole quejarse de sus dolencias, le aconsejó metiera los pies en las aguas que brotaban del manantial de la parte baja del pueblo, junto a la Vega Baja. Decidido a probar, una mañana bajó hasta el manantial y lo encontró ocupado por varias mujeres lavando ropa y pensó en volver cuando el lugar estuviera solitario.


   A la mañana siguiente, tras el rezo de maitines y terminar las tareas impuestas por la regla, el fraile salió del convento y, con su caminar lento, bajó paralelo al arroyo que le llevaría hasta el manantial, pues debía estar de vuelta antes de comenzar la misa de la mañana. Al llegar al caño se quitó las sandalias, se remangó un poco el hábito, y metió los pies en el reguero formado por el agua sobrante de la pila en la que vertían sus aguas dos chorros en los que las gentes llenaban sus vasijas. Al salir comprobó un ligero bienestar y pensó que la mejoría iría a más si lo repetía con frecuencia, por lo que se propuso continuar con aquella práctica siempre que pudiera, cosa que hizo, y que con el tiempo llegó a convertirse en costumbre. 

   Cada madrugada se le veía en el caño con los pies en el agua hasta despuntar el alba y antes de que la gente comenzara a acudir a coger agua para sus casas, a abrevar sus ganados en el viejo pilón de ladrillo, o a lavar la ropa en el reguero, pues al ser la única fuente de agua potable de la que se abastecía el pueblo, no dejaría de estar concurrida el resto de la mañana.

  Los lugareños, conocedores de la presencia del fraile a esas horas en el caño, procuraban adelantar su llegada para disfrutar un rato de agradable conversación con el religioso. Su carácter afable y bondadoso atraía a más personas que, sacando algunos ratos antes de emprender las labores del campo, se dejaban caer por allí.

   Una mañana del mes de enero de 1610, no había amanecido aun cuando fray Juan salió del convento camino del caño. A esas horas el arroyo venia algo crecido después de la noche lluviosa y, pensando en la dificultad para vadearlo por la parte de abajo, decidió hacerlo por el puente de ladrillo, frente a la puerta de Toledo, que separaba el monasterio de la población. Aún se encontraban cerradas las puertas de la muralla y, tras cruzar el viejo puente, tomó el camino de ronda junto a la muralla y se adentró entre las huertas hasta alcanzar la calle que le llevaría al caño. Antes de dejar la calle y tomar el callejón que bajaba a la huerta del conde, oyó un leve quejido, maullido o lloriqueo. Giró la cabeza y solo vio una espuerta junto a la puerta de la última casa, se quedó parado un momento y volvió a escuchar lo que ahora le pareció el leve lloriqueo de una criatura. Se acercó y, en lo que la oscuridad le permitía, solo acertó ver un envoltorio dentro del capazo. Puso la mano encima y notó un ligero movimiento del que salía un imperceptible llanto. Lo descubrió un poco y pudo ver la carita de una criatura aterida de frio que, sin apenas moverse, no le quedaban fuerzas para el llanto. Se arrodilló ante la espuerta y, sacando el fardo, lo cubrió con su hábito llevándoselo al pecho en un intento de trasmitir calor a la criatura mientras llamaba insistentemente a la puerta.

   La temprana hora y el temor de quien pudiera llamar a esas horas demoraban la apertura y el fraile no podía esperar. Con la criatura en brazos echó a correr calle adelante, tan deprisa como sus doloridos pies le permitían y, cuando los vecinos abrieron, solo hallaron una vieja espuerta y una figura alejarse a toda prisa.  


   Sin apenas resuello, el fraile se arrodillo ante los chorros del manantial y, sosteniendo el envoltorio con una mano, cogió agua con la otra derramándola en la pequeña cabecita mientras pronunciando las palabras: Ego te baptizo in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

   Más sosegado, sujetando como podía la criatura a su pecho, y cubriendo las manitas del niño con las suyas. Volvió a subir la cuesta que separaba el caño de la casa donde fue encontrado. Allí encontró a los vecinos atónitos con la espuerta vacía sin hallar una explicación a lo ocurrido. Ante el asombro del matrimonio, el fraile entró y depositó el envoltorio sobre una mesa, expectantes los tres al contenido de aquel fardo. El fraile lo destapó para para comprobar la naturaleza y el estado de salud en que se encontraba y, al retirar los escasos harapos que la cubrían, vieron con asombro que se trataba de una niña abandonada algunas horas después de nacer por la cuerda alrededor del ombligo. El humilde matrimonio no salía de su asombro creyendo ser aquello la respuesta a sus muchas plegarias rogando a Dios la gracia de un hijo. Inmediatamente buscaron algunas ropas de abrigo con las que abrigarla e hicieran entrar en calor el diminuto cuerpecito. La mujer preparó leche de cabra rebajada para alimentarla, preguntándose cuanto tiempo llevaría sin comer la desdichada criatura.

El religioso, señalando la espuerta, les explicó la forma en que había sido hallada. Sin fuerzas, casi desnuda y helada de frio, en aquella noche invernal, temió por su vida y, al no abrirle la puerta, corrió a echarle el agua de salvación en caso de tanta necesidad. El matrimonio no podía creer lo que había sucedido y pensaron fuera aquella aparición ante su puerta un regalo de Dios y pidieron al fraile dejara la niña en su casa, a lo que el religioso accedió pensando no poderla acoger en el convento y hasta dar aviso a la justicia, quien decidiría.

Finalmente, el matrimonio pudo adoptar a la niña y, más repuesta, a los pocos días la llevaron a bautizar a la parroquia de San Andrés, donde el padre Juan la impondría los Santos Oleos por haberle echado ya el agua de salvación nada más encontrarla. En la espuerta no se halló ninguna cédula indicando dato alguno sobre la criatura, por lo que se la puso el nombre de  Esther de San Miguel.

La niña llenó de alegría a la familia de acogida desde el primer momento, quienes la criaron como a una verdadera hija. Entretanto, el fraile acudía a visitarla siempre que podía, y fue el encargado de enseñarle las primeras letras.


Fray Juan falleció siendo bastante anciano y su muerte fue muy sentida por la población, sobre todo por Esther, quien lloró la pérdida del religioso. Cada atardecer bajaba al caño a por agua donde, mientras llenaba el cántaro, podía ver en el fondo del reguero las sandalias del fraile en el mismo lugar donde fray Juan metía los pies.

Muchos de los que madrugaban a dar agua a los animales antes de despuntar el alba, camino de las faenas del campo, o las mujeres que a primeras horas acudían a lavar con grandes barreños de ropa, aseguraban seguir viendo al fraile sentado con los pies en el agua en el recodo que el arroyuelo hacía al bordear la huerta del conde antes de perderse por la vega abajo.



Toda leyenda nace de un hecho real narrado con adornos y fantasías populares según trascurre la tradición oral. Fray Juan de Palomeque fue un clérigo del convento de San Agustín, la dolencia de los pies fue verídica, y Esther de San Miguel fue hallada la madrugada de un cuatro de enero en las circunstancias y lugar que se describen. El caño siempre vinculado a la historia de Casarrubios del Monte, ha seguido abasteciendo de agua a la población durante siglos y, después de estos hechos narrados, comenzó a ser conocido como “El caño del fraile”, que aún sigue existiendo con la sombra de fray Juan presente en el lugar.


Fausto-Jesús Arroyo López.

Fotos: Sebastián Videla.





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